miércoles, 16 de mayo de 2012

EL UNIVERSO EN EXPANSIÓN


El Universo En Expansión 

Si se mira el cielo en una clara noche sin luna, los objetos más brillantes que uno ve son los planetas Venus, Marte, Júpiter y Saturno. También se ve un gran número de estrellas, que son como nuestro Sol, pero situadas a mucha más distancia de nosotros. Algunas de estas estrellas llamadas fijas cambian, de hecho, muy ligeramente sus posiciones con respecto a las otras estrellas, cuando la Tierra gira alrededor del Sol: ¡pero no están fijas en absoluto! Esto se debe a que están relativamente cerca de nosotros. Conforme la Tierra gira alrededor del Sol, las vemos desde diferentes posiciones frente al fondo de las estrellas más distantes. 
Se trata de un hecho afortunado, pues nos permite medir la distancia entre estas estrellas y nosotros: cuanto más cerca estén, más parecerán moverse. 
La estrella más cercana, llamada Próxima Centauri, se encuentra a unos cuatro años luz de nosotros (la luz proveniente de ella tarda unos cuatro años en llegar a la Tierra), o a unos treinta y siete billones de kilómetros. La mayor parte del resto de las estrellas observables a simple vista se encuentran a unos pocos cientos de años luz de nosotros. Para captar la magnitud de estas distancias, digamos que ¡nuestro Sol está a sólo ocho minutos-luz de distancia! Las estrellas se nos aparecen esparcidas por todo el cielo nocturno, aunque aparecen particularmente concentradas en una banda, que llamamos la Vía Láctea. Ya en 1750, algunos astrónomos empezaron a sugerir que la aparición de la Vía Láctea podría ser explicada por el hecho que la mayor parte de las estrellas visibles estuvieran en una única configuración con forma de disco, un ejemplo de lo que hoy en día llamamos una galaxia espiral. Sólo unas décadas después, el astrónomo Sir William Herschel confirmó esta idea a través de una ardua catalogación de las posiciones y las distancias de un gran número de estrellas. A pesar de ello, la idea sólo llegó a ganar una aceptación completa a principios de nuestro siglo. 
La imagen moderna del universo se remonta tan sólo a 1924, cuando el astrónomo norteamericano Edwin Hubble demostró que nuestra galaxia no era la única. Había de hecho muchas otras, con amplias regiones de espacio vacío entre ellas. Para poder probar esto, necesitaba determinar las distancias que había hasta esas galaxias, tan lejanas que, al contrario de lo que ocurre con las estrellas cercanas, parecían estar verdaderamente fijas. Hubble se vio forzado, por lo tanto, a usar métodos indirectos para medir esas distancias. Resulta que el brillo aparente de una estrella depende de dos factores: la cantidad de luz que irradia (su luminosidad) y lo lejos que está de nosotros. Para las estrellas cercanas, podemos medir sus brillos aparentes y sus distancias, de tal forma que podemos calcular sus luminosidades. Inversamente, si conociéramos la luminosidad de las estrellas de otras galaxias, podríamos calcular sus distancias midiendo sus brillos aparentes. 
Hubble advirtió que ciertos tipos de estrellas, cuando están lo suficientemente cerca de nosotros como para que se pueda medir su luminosidad, tienen siempre la misma luminosidad. Por consiguiente, él argumentó que si encontráramos tales tipos de estrellas en otra galaxia, podríamos suponer que tendrían la misma luminosidad y calcular, de esta manera, la distancia a esa galaxia. Si pudiéramos hacer esto para diversas estrellas en la misma galaxia, y nuestros cálculos produjeran siempre el mismo resultado, podríamos estar bastante seguros de nuestra estimación. 

Figura 3.1 Edwin Hubble calculó las distancias a nueve galaxias diferentes por medio del método anterior.          

En la actualidad sabemos que nuestra galaxia es sólo una de entre los varios cientos de miles de millones de galaxias que pueden verse con los modernos telescopios, y que cada una de ellas contiene cientos de miles de millones de estrellas. La figura 3.1 muestra una fotografía de una galaxia espiral. Creemos que esta imagen es similar a la de nuestra galaxia si fuera vista por alguien que viviera en otra galaxia. Vivimos en una galaxia que tiene un diámetro aproximado de cien mil años luz, y que está girando lentamente. Las estrellas en los brazos de la espiral giran alrededor del centro con un período de varios cientos de millones de años. 
Nuestro Sol no es más que una estrella amarilla ordinaria, de tamaño medio, situada cerca del centro de uno de los brazos de la espiral. ¡Ciertamente, hemos recorrido un largo camino desde los tiempos de Aristóteles y Ptolomeo, cuando creíamos que la Tierra era el centro del universo! Las estrellas están tan lejos de la Tierra que nos parecen simples puntos luminosos. 
No podemos apreciar ni su tamaño ni su forma. ¿Cómo entonces podemos clasificar a las estrellas en distintos tipos? De la inmensa mayoría de las estrellas, sólo podemos medir una propiedad característica: el color de su luz. Newton descubrió que cuando la luz atraviesa un trozo de vidrio triangular, lo que se conoce como un prisma, la luz se divide en los diversos colores que la componen (su espectro), al igual que ocurre con el arco iris. Al enfocar con un telescopio una estrella o galaxia particular, podemos observar de modo similar el espectro de la luz proveniente de esa estrella o galaxia. Estrellas diferentes poseen espectros diferentes, pero el brillo relativo de los distintos colores es siempre exactamente igual al que se esperaría encontrar en la luz emitida por un objeto en roja incandescencia. (De hecho, la luz emitida por un objeto opaco incandescente tiene un aspecto característico que sólo depende de su temperatura, lo que se conoce como espectro térmico. Esto significa que podemos averiguar la temperatura de una estrella a partir de su espectro luminoso). Además, se observa que ciertos colores muy específicos están ausentes de los espectros de las estrellas, y que estos colores ausentes pueden variar de una estrella a otra. Dado que sabemos que cada elemento químico absorbe un conjunto característico de colores muy específicos, se puede determinar exactamente qué elementos hay en la atmósfera de una estrella comparando los conjuntos de colores ausentes de cada elemento con el espectro de la estrella. 
Cuando los astrónomos empezaron a estudiar, en los años veinte, los espectros de las estrellas de otras galaxias, encontraron un hecho tremendamente peculiar: estas estrellas poseían los mismos conjuntos característicos de colores ausentes que las estrellas de nuestra propia galaxia, pero desplazados todos ellos en la misma cantidad relativa hacia el extremo del espectro correspondiente al color rojo. Para entender las aplicaciones de este descubrimiento, debemos conocer primero el efecto Doppler. Como hemos visto, la luz visible consiste en fluctuaciones u ondas del campo electromagnético. La frecuencia (o número de ondas por segundo) de la luz es extremadamente alta, barriendo desde cuatrocientos hasta setecientos millones de ondas por segundo. Las diferentes frecuencias de la luz son lo que el ojo humano ve como diferentes colores, correspondiendo las frecuencias más bajas al extremo rojo del espectro y las más altas, al extremo azul. Imaginemos entonces una fuente luminosa, tal como una estrella, a una distancia fija de nosotros, que emite ondas de luz con una frecuencia constante. Obviamente la frecuencia de las ondas que recibimos será la misma que la frecuencia con la que son emitidas (el campo gravitatorio de la galaxia no será lo suficientemente grande como para tener un efecto significativo). Supongamos ahora que la fuente empieza a moverse hacia nosotros. Cada vez que la fuente emita la siguiente cresta de onda, estará más cerca de nosotros, por lo que el tiempo que cada nueva cresta tarde en alcanzarnos será menor que cuando la estrella estaba estacionaria. Esto significa que el tiempo entre cada dos crestas que llegan a nosotros es más corto que antes y, por lo tanto, que el número de ondas que recibimos por segundo (es decir, la frecuencia) es mayor que cuando la estrella estaba estacionaria. Igualmente, si la fuente se aleja de nosotros, la frecuencia de las ondas que recibimos será menor que en el supuesto estacionario. Así pues, en el caso de la luz, esto significa que las estrellas que se estén alejando de nosotros tendrán sus espectros desplazados hacia el extremo rojo del espectro (corrimiento hacia el rojo) y las estrellas que se estén acercando tendrán espectros con un corrimiento hacia el azul. Esta relación entre frecuencia y velocidad, que se conoce como efecto Doppler, es una experiencia diaria. 
Si escuchamos un coche al pasar por la carretera notamos que, cuando se nos aproxima, su motor suena con un tono más agudo de lo normal (lo que corresponde a una frecuencia más alta de las ondas sonoras), mientras que cuando se aleja produce un sonido más grave. El comportamiento de la luz o de las ondas de radio es similar. De hecho, la policía hace uso del efecto Doppler para medir la velocidad de los coches a partir de la frecuencia de los pulsos de ondas de radio reflejados por los vehículos. 
En los años que siguieron al descubrimiento de la existencia de otras galaxias, Hubble dedicó su tiempo a catalogar las distancias y a observar los espectros de las galaxias. En aquella época, la mayor parte de la gente pensaba que las galaxias se moverían de forma bastante aleatoria, por lo que se esperaba encontrar tantos espectros con corrimiento hacia el azul como hacia el rojo. 
Fue una sorpresa absoluta, por lo tanto, encontrar que la mayoría de las galaxias presentaban un corrimiento hacia el rojo: ¡casi todas se estaban alejando de nosotros! Incluso más sorprendente aún fue el hallazgo que Hubble publicó en 1929: ni siquiera el corrimiento de las galaxias hacia el rojo es aleatorio, sino que es directamente proporcional a la distancia que nos separa de ellas. o, dicho con otras palabras, ¡cuanto más lejos está una galaxia, a mayor velocidad se aleja de nosotros! Esto significa que el universo no puede ser estático, como todo el mundo había creído antes, sino que de hecho se está expandiendo. La distancia entre las diferentes galaxias está aumentando continuamente. 
El descubrimiento que el universo se está expandiendo ha sido una de las grandes revoluciones intelectuales del siglo XX. 
Visto a posteriori, es natural asombrarse que a nadie se le hubiera ocurrido esto antes. Newton, y algún otro científico, debería haberse dado cuenta que un universo estático empezaría enseguida a contraerse bajo la influencia de la gravedad. Pero supongamos que, por el contrario, el universo se expande. Si se estuviera expandiendo muy lentamente, la fuerza de la gravedad frenaría finalmente la expansión y aquél comenzaría entonces a contraerse. Sin embargo, si se expandiera más deprisa que a un cierto valor crítico, la gravedad no sería nunca lo suficientemente intensa como para detener la expansión, y el universo continuaría expandiéndose por siempre. La situación sería parecida a lo que sucede cuando se lanza un cohete hacia el espacio desde la superficie de la Tierra. Si éste tiene una velocidad relativamente baja, la gravedad acabará deteniendo el cohete, que entonces caerá de nuevo a la Tierra. 
Por el contrario, si el cohete posee una velocidad mayor que una cierta velocidad crítica (de unos once kilómetros por segundo) la gravedad no será lo suficientemente intensa como para hacerlo regresar de tal forma que se mantendrá alejándose de la Tierra para siempre. Este comportamiento del universo podría haber sido predicho a partir de la teoría de la gravedad de Newton, en el siglo XIX, en el XVIII, o incluso a finales del XVII. La creencia en un universo estático era tan fuerte que persistió hasta principios del siglo XX. Incluso Einstein, cuando en 1915 formuló la teoría de la relatividad general, estaba tan seguro que el universo tenía que ser estático que modificó la teoría para hacer que ello fuera posible, introduciendo en sus ecuaciones la llamada constante cosmológica. Einstein introdujo una nueva fuerza « anti-gravitatoria», que, al contrario que las otras fuerzas, no provenía de ninguna fuente en particular, sino que estaba inserta en la estructura misma del espacio-tiempo. 
Él sostenía que el espacio-tiempo tenía una tendencia intrínseca a expandirse, y que ésta tendría un valor que equilibraría exactamente la atracción de toda la materia en el universo, de modo que sería posible la existencia de un universo estático. Sólo un hombre estaba dispuesto, según parece, a aceptar la relatividad general al pie de la letra. Así, mientras Einstein y otros físicos buscaban modos de evitar las predicciones de la relatividad general de un universo no estático, el físico y matemático ruso Alexander Friedmann se dispuso, por el contrario, a explicarlas. 
Friedmann hizo dos suposiciones muy simples sobre el universo: que el universo parece el mismo desde cualquier dirección desde la que se le observe, y que ello también sería cierto si se le observara desde cualquier otro lugar. A partir de estas dos ideas únicamente, Friedmann demostró que no se debería esperar que el universo fuera estático. De hecho, en 1922, varios años antes del descubrimiento de Edwin Hubble, ¡Friedmann predijo exactamente lo que Hubble encontró! La suposición que el universo parece el mismo en todas direcciones, no es cierta en la realidad. Por ejemplo, como hemos visto, las otras estrellas de nuestra galaxia forman una inconfundible banda de luz a lo largo del cielo, llamada Vía Láctea. Pero si nos concentramos en las galaxias lejanas, parece haber más o menos el mismo número de ellas en cada dirección. Así, el universo parece ser aproximadamente el mismo en cualquier dirección, con tal que se le analice a gran escala, comparada con la distancia entre galaxias, y se ignoren las diferencias a pequeña escala. 
Durante mucho tiempo, esto fue justificación suficiente para la suposición de Friedmann, tomada como una aproximación grosera del mundo real. Pero recientemente, un afortunado accidente reveló que la suposición de Friedmann es de hecho una descripción extraordinariamente exacta de nuestro universo. 
En 1965, dos físicos norteamericanos de los laboratorios de la Bell Telephone en Nueva Jersey, Arno Penzias y Robert Wilson, estaban probando un detector de microondas extremadamente sensible, (las microondas son iguales a las ondas luminosas, pero con una frecuencia del orden de sólo diez mil millones de ondas por segundo). Penzias y Wilson se sorprendieron al encontrar que su detector captaba más ruido del que esperaban. El ruido no parecía provenir de ninguna dirección en particular. Al principio descubrieron excrementos de pájaro en su detector, por lo que comprobaron todos los posibles defectos de funcionamiento, pero pronto los desecharon. Ellos sabían que cualquier ruido proveniente de dentro de la atmósfera sería menos intenso cuando el detector estuviera dirigido hacia arriba que cuando no lo estuviera, ya que los rayos luminosos atraerían mucha más atmósfera cuando se recibieran desde cerca del horizonte que cuando se recibieran directamente desde arriba. El ruido extra era el mismo para cualquier dirección desde la que se observara, de forma que debía provenir de fuera de la atmósfera. El ruido era también el mismo durante el día, y durante la noche, y a lo largo de todo el año, a pesar que la Tierra girara sobre su eje y alrededor del Sol. Esto demostró que la radiación debía provenir de más allá del sistema solar, e incluso desde más allá de nuestra galaxia, pues de lo contrario variaría cuando el movimiento de la Tierra hiciera que el detector apuntara en diferentes direcciones. De hecho, sabemos que la radiación debe haber viajado hasta nosotros a través de la mayor parte del universo observable, y dado que parece ser la misma en todas las direcciones, el universo debe también ser el mismo en todas las direcciones, por lo menos a gran escala. En la actualidad, sabemos que en cualquier dirección que miremos, el ruido nunca varía más de una parte en diez mil. Así, Penzias y Wilson tropezaron inconscientemente con una confirmación extraordinariamente precisa de la primera suposición de Friedmann. 
Aproximadamente al mismo tiempo, dos físicos norteamericanos de la cercana Universidad de Princeton, Bob Dicke y Jim Peebles, también estaban interesados en las microondas. Estudiaban una sugerencia hecha por George Gamow (que había sido alumno de Alexander Friedmann) relativa a que el universo en sus primeros instantes debería haber sido muy caliente y denso, para acabar blanco incandescente. Dicke y Peebles argumentaron que aún deberíamos ser capaces de ver el resplandor de los inicios del universo, porque la luz proveniente de lugares muy distantes estaría alcanzándonos ahora. Sin embargo, la expansión del universo implicaría que esta luz debería estar tan tremendamente desplazada hacia el rojo que nos llegaría hoy en día como radiación de microondas. Cuando Dicke y Peebles estaban estudiando cómo buscar esta radiación, Penzias y Wilson se enteraron del objetivo de ese trabajo y comprendieron que ellos ya habían encontrado dicha radiación. Gracias a este trabajo, Penzias y Wilson fueron galardonados con el premio Nóbel en 1978 (¡lo que parece ser bastante injusto con Dicke y Peebles, por no mencionar a Gamow!). 
A primera vista, podría parecer que toda esta evidencia que el universo parece el mismo en cualquier dirección desde la que miremos, sugeriría que hay algo especial en cuanto a nuestra posición en el universo. En particular, podría pensarse que, si observamos a todas las otras galaxias alejarse de nosotros, es porque estamos en el centro del universo. Hay, sin embargo, una explicación alternativa: el universo podría ser también igual en todas las direcciones si lo observáramos desde cualquier otra galaxia. Esto, como hemos visto, fue la segunda suposición de Friedmann. No se tiene evidencia científica a favor o en contra de esta suposición. 
Creemos en ella sólo por razones de modestia: ¡sería extraordinariamente curioso que el universo pareciera idéntico en todas las direcciones a nuestro alrededor, y que no fuera así para otros puntos del universo! En el modelo de Friedmann, todas las galaxias se están alejando entre sí unas de otras. La situación es similar a un globo con cierto número de puntos dibujados en él, y que se va hinchando uniformemente. Conforme el globo se hincha, la distancia entre cada dos puntos aumenta, a pesar de lo cual no se puede decir que exista un punto que sea el centro de la expansión. 
Además, cuanto más lejos estén los puntos, se separarán con mayor velocidad. Similarmente, en el modelo de Friedmann la velocidad con la que dos galaxias cualesquiera se separan es proporcional a la distancia entre ellas. De esta forma, predecía que el corrimiento hacia el rojo de una galaxia debería ser directamente proporcional a su distancia a nosotros, exactamente lo que Hubble encontró. 
A pesar del éxito de su modelo y de sus predicciones de las observaciones de Hubble, el trabajo de Friedmann siguió siendo desconocido en el mundo occidental hasta que en 1935 el físico norteamericano Howard Robertson y el matemático británico Arthur Walker crearon modelos similares en respuesta al descubrimiento por Hubble de la expansión uniforme del universo. 
Aunque Friedmann encontró sólo uno, existen en realidad tres tipos de modelos que obedecen a las dos suposiciones fundamentales de Friedmann. En el primer tipo (el que encontró Friedmann), el universo se expande lo suficientemente lento como para que la atracción gravitatoria entre las diferentes galaxias sea capaz de frenar y finalmente detener la expansión. Las galaxias entonces se empiezan a acercar las unas a las otras y el universo se contrae. 
La figura 3.2 muestra cómo cambia, conforme aumenta el tiempo, la distancia entre dos galaxias vecinas. Ésta empieza siendo igual a cero, aumenta hasta llegar a un máximo y luego disminuye hasta hacerse cero de nuevo. En el segundo tipo de solución, el universo se expande tan rápidamente que la atracción gravitatoria no puede pararlo, aunque sí lo frena un poco. La figura 3.3 muestra la separación entre dos galaxias vecinas en este modelo. Empieza en cero y con el tiempo sigue aumentando, pues las galaxias continúan separándose con una velocidad estacionaria. Por último, existe un tercer tipo de solución, en el que el universo se está expandiendo sólo con la velocidad justa para evitar colapsarse. La separación en este caso, mostrada en la figura 3.4, también empieza en cero y continúa aumentando siempre. Sin embargo, la velocidad con la que las galaxias se están separando se hace cada vez más pequeña, aunque nunca llega a ser nula.



Figura 3.2






Figura 3.3






Figura 3.4


Una característica notable del primer tipo de modelo de Friedmann es que, en él, el universo no es infinito en el espacio, aunque tampoco tiene ningún límite. La gravedad es tan fuerte que el espacio se curva cerrándose sobre sí mismo, resultando parecido a la superficie de la Tierra. Si uno se mantiene viajando sobre la superficie de la Tierra en una cierta dirección, nunca llega frente a una barrera infranqueable o se cae por un precipicio, sino que finalmente regresa al lugar de donde partió. En el primer modelo de Friedmann, el espacio es justo como esto, pero con tres dimensiones en vez de con dos, como ocurre con la superficie terrestre. La cuarta dimensión, el tiempo, también tiene una extensión finita, pero es como una línea con dos extremos o fronteras, un principio y un final. Se verá más adelante que cuando se combina la relatividad general con el principio de incertidumbre de la mecánica cuántica, es posible que ambos, espacio y tiempo, sean finitos, sin ningún tipo de borde o frontera. 
La idea que se podría ir en línea recta alrededor del universo y acabar donde se empezó es buena para la ciencia-ficción, pero no tiene demasiada relevancia práctica, pues puede verse que el universo se colapsaría de nuevo a tamaño cero antes que se pudiera completar una vuelta entera. Uno tendría que viajar más rápido que la luz, lo que es imposible, para poder regresar al punto de partida antes que el universo tuviera un final. 
En el primer tipo de modelo de Friedmann, el que se expande primero y luego se colapsa, el espacio está curvado sobre sí mismo, al igual que la superficie de la Tierra. Es, por lo tanto, finito en extensión. En el segundo tipo de modelo, el que se expande por siempre, el espacio está curvado al contrario, es decir, como la superficie de una silla de montar. Así, en este caso el espacio es infinito. 
Finalmente, en el tercer tipo, el que posee la velocidad crítica de expansión, el espacio no está curvado (y, por lo tanto, también es infinito). 
Pero, ¿cuál de los modelos de Friedmann describe a nuestro universo? ¿Cesará alguna vez el universo su expansión y empezará a contraerse, o se expandirá por siempre? Para responder a estas cuestiones, necesitamos conocer el ritmo actual de expansión y la densidad media presente. Si la densidad es menor que un cierto valor crítico, determinado por el ritmo de expansión, la atracción gravitatoria será demasiado débil para poder detener la expansión. Si la densidad es mayor que el valor crítico, la gravedad parará la expansión en algún tiempo futuro y hará que el universo vuelva a colapsarse. 
Podemos determinar el ritmo actual de expansión, midiendo a través del efecto Doppler las velocidades a las que las otras galaxias se alejan de nosotros. Esto puede hacerse con mucha precisión. Sin embargo, las distancias a las otras galaxias no se conocen bien porque sólo podemos medirlas indirectamente. Así, todo lo que sabemos es que el universo se expande entre un cinco y un diez por ciento cada mil millones de años. 
Sin embargo, nuestra incertidumbre con respecto a la densidad media actual del universo es incluso mayor. Si sumamos las masas de todas las estrellas, que podemos ver tanto en nuestra galaxia como en las otras galaxias, el total es menos de la centésima parte de la cantidad necesaria para detener la expansión del universo, incluso considerando la estimación más baja del ritmo de expansión. 
Nuestra galaxia y las otras galaxias deben contener, no obstante, una gran cantidad de «materia oscura» que no se puede ver directamente, pero que sabemos que debe existir, debido a la influencia de su atracción gravitatoria sobre las órbitas de las estrellas en las galaxias. Además, la mayoría de las galaxias se encuentran agrupadas en racimos, y podemos inferir igualmente la presencia de aún más materia oscura en los espacios intergalácticos de los racimos, debido a su efecto sobre el movimiento de las galaxias. Cuando sumamos toda esta materia oscura, obtenemos tan sólo la décima parte, aproximadamente, de la cantidad requerida para detener la expansión. No obstante, no podemos excluir la posibilidad que pudiera existir alguna otra forma de materia, distribuida casi uniformemente a lo largo y ancho del universo, que aún no hayamos detectado y que podría elevar la densidad media del universo por encima del valor crítico necesario para detener la expansión. La evidencia presente sugiere, por lo tanto, que el universo se expandirá probablemente por siempre, pero que de lo único que podemos estar verdaderamente seguros es que si el universo se fuera a colapsar, no lo haría como mínimo en otros diez mil millones de años, ya que se ha estado expandiendo por lo menos esa cantidad de tiempo. Esto no nos debería preocupar indebidamente: para entonces, al menos que hayamos colonizado más allá del sistema solar, ¡la humanidad hará tiempo que habrá desaparecido, extinguida junto con nuestro Sol! 
Todas las soluciones de Friedmann comparten el hecho que en algún tiempo pasado (entre diez y veinte mil millones de años) la distancia entre galaxias vecinas debe haber sido cero. En aquel instante, que llamamos big bang, la densidad del universo y la curvatura del espacio-tiempo habrían sido infinitas. Dado que las matemáticas no pueden manejar realmente números infinitos, esto significa que la teoría de la relatividad general (en la que se basan las soluciones de Friedmann) predice que hay un punto en el universo en donde la teoría en sí colapsa. Tal punto es un ejemplo de lo que los matemáticos llaman una singularidad. En realidad, todas nuestras teorías científicas están formuladas bajo la suposición que el espacio-tiempo es uniforme y casi plano, de manera que ellas dejan de ser aplicables en la singularidad del big bang, en donde la curvatura del espacio-tiempo es infinita. Ello significa que aunque hubiera acontecimientos anteriores al big bang, no se podrían utilizar para determinar lo que sucedería después, ya que toda capacidad de predicción fallaría en el big bang. Igualmente, si, como es el caso, sólo sabemos lo que ha sucedido después del big bang, no podremos determinar lo que sucedió antes. Desde nuestro punto de vista, los sucesos anteriores al big bang no pueden tener consecuencias, por lo que no deberían formar parte de los modelos científicos del universo. Así pues, deberíamos extraerlos de cualquier modelo y decir que el tiempo tiene su principio en el big bang. 
A mucha gente no le gusta la idea que el tiempo tenga un principio, probablemente porque suena a intervención divina. (La Iglesia católica, por el contrario, se apropió del modelo del big bang y en 1951 proclamó oficialmente que estaba de acuerdo con la Biblia). Por ello, hubo un buen número de intentos para evitar la conclusión que había habido un big bang. La propuesta que consiguió un apoyo más amplio fue la llamada teoría del estado estacionario (steady state). Fue sugerida, en 1948, por dos refugiados de la Austria ocupada por los nazis, Hermann Bond y Thomas Gold, junto con un británico, Fred Hoyle, que había trabajado con ellos durante la guerra en el desarrollo del radar. La idea era que conforme las galaxias se iban alejando unas de otras, nuevas galaxias se formaban continuamente en las regiones intergalácticas, a partir de materia nueva que era creada de forma continua. El universo parecería, así pues, aproximadamente el mismo en todo tiempo y en todo punto del espacio. La teoría del estado estacionario requería una modificación de la relatividad general para permitir la creación continua de materia, pero el ritmo de creación involucrado era tan bajo (aproximadamente una partícula por kilómetro cúbico al año) que no estaba en conflicto con los experimentos. La teoría era una buena teoría científica, en el sentido descrito en el capítulo 1: era simple y realizaba predicciones concretas que podrían ser comprobadas por la observación. Una de estas predicciones era que el número de galaxias, u objetos similares en cualquier volumen dado del espacio, debería ser el mismo en donde quiera y cuando quiera que miráramos en el universo. Al final de los años cincuenta y principio de los sesenta, un grupo de astrónomos dirigido por Martin Ryle (quien también había trabajado con Bond, Gold y Hoyle en el radar durante la guerra) realizó, en Cambridge, un estudio sobre fuentes de ondas de radio en el espacio exterior. El grupo de Cambridge demostró que la mayoría de estas fuentes de radio deben residir fuera de nuestra galaxia (muchas de ellas podían ser identificadas verdaderamente con otras galaxias), y, también, que había muchas más fuentes débiles que intensas. Interpretaron que las fuentes débiles eran las más distantes, mientras que las intensas eran las más cercanas. Entonces resultaba haber menos fuentes comunes por unidad de volumen para las fuentes cercanas que para las lejanas. Esto podría significar que estamos en una región del universo en la que las fuentes son más escasas que en el resto. Alternativamente, podría significar que las fuentes eran más numerosas en el pasado, en la época en que las ondas de radio comenzaron su viaje hacia nosotros, que ahora. Cualquier explicación contradecía las predicciones de la teoría del estado estacionario. Además, el descubrimiento de la radiación de microondas por Penzias y Wilson en 1965 también indicó que el universo debe haber sido mucho más denso en el pasado. La teoría del estado estacionario tenía, por lo tanto, que ser abandonada. 
Otro intento de evitar la conclusión que debe haber habido un big bang y, por lo tanto, un principio del tiempo, fue realizado por dos científicos rusos, Evgenii Lifshitz e Isaac Khalatnikov, en 1963. Ellos sugirieron que el big bang podría ser, únicamente, una peculiaridad de los modelos de Friedmann, que después de todo no eran más que aproximaciones al universo real. Quizás, de todos los modelos que eran aproximadamente como el universo real, sólo los de Friedmann contuvieran una singularidad como la del big bang. En los modelos de Friedmann, todas las galaxias se están alejando directamente unas de otras, de tal modo que no es sorprendente que en algún tiempo pasado estuvieran todas juntas en el mismo lugar. En el universo real, sin embargo, las galaxias no tienen sólo un movimiento de separación de unas con respecto a otras, sino que también tienen pequeñas velocidades laterales. Así, en realidad, nunca tienen por qué haber estado todas en el mismo lugar exactamente, sino simplemente muy cerca unas de otras. Quizás entonces el universo en expansión actual no habría resultado de una singularidad como el big bang, sino de, una fase previa en contracción. Cuando el universo se colapsó, las partículas que lo formaran podrían no haber colisionado todas entre sí, sino que se habrían entrecruzado y separado después, produciendo la expansión actual del universo. ¿Cómo podríamos entonces distinguir si el universo real ha comenzado con un big bang o no? Lo que Lifshitz y Khalatnikov hicieron fue estudiar modelos del universo que eran aproximadamente como los de Friedmann, pero que tenían en cuenta las irregularidades y las velocidades aleatorias de las galaxias en el universo real. Demostraron que tales 'Modelos podrían comenzar con un big bang, incluso a pesar que las galaxias ya no estuvieran separándose directamente unas de otras, pero sostuvieron que ello sólo seguía siendo posible en ciertos modelos excepcionales en los que las galaxias se movían justamente en la forma adecuada. 
Argumentaron que, ya que parece haber infinitamente más modelos del tipo Friedmann sin una singularidad como la del big bang que con una, se debería concluir que en realidad no ha existido el big bang. Sin embargo, más tarde se dieron cuenta que había una clase mucho más general de modelos del tipo Friedmann que sí contenían singularidades, y en los que las galaxias no tenían que estar moviéndose de un modo especial. Así pues, retiraron su afirmación en 1970.
El trabajo de Lifshitz y Khalatnikov fue muy valioso porque demostró que el universo podría haber tenido una singularidad, un big bang, si la teoría de la relatividad general era correcta. Sin embargo, no resolvió la cuestión fundamental: ¿predice la teoría de la relatividad general que nuestro universo debería haber tenido un big bang, un principio del tiempo? La respuesta llegó a través de una aproximación completamente diferente, comenzada por un físico y matemático británico, Roger Penrose, en 1965. Usando el modo en que los conos de luz se comportan en la relatividad general, junto con el hecho que la gravedad es siempre atractiva, demostró que una estrella que se colapsa bajo su propia gravedad está atrapada en una región cuya superficie se reduce con el tiempo a tamaño cero. Y, si la superficie de la región se reduce a cero, lo mismo debe ocurrir con su volumen. Toda la materia de la estrella estará comprimida en una región de volumen nulo, de tal forma que la densidad de materia y la curvatura del espacio-tiempo se harán infinitas. En otras palabras, se obtiene una singularidad contenida dentro de una región del espacio-tiempo llamada agujero negro. 
A primera vista, el resultado de Penrose sólo se aplica a estrellas. No tiene nada que ver con la cuestión de si el universo entero tuvo, en el pasado, una singularidad del tipo del big bang. No obstante, cuando Penrose presentó su teorema, yo era un estudiante de investigación que buscaba desesperadamente un problema con el que completar la tesis doctoral. Dos años antes, se me había diagnosticado la enfermedad ALS, comúnmente conocida como enfermedad de Lou Gehrig o de las neuronas motoras, y se me había dado a entender que sólo me quedaban uno o dos años de vida. En estas circunstancias no parecía tener demasiado sentido trabajar en la tesis doctoral, pues no esperaba sobrevivir tanto tiempo. A pesar de eso, habían transcurrido dos años y no me encontraba mucho peor. De hecho, las cosas me iban bastante bien y me había prometido con una chica encantadora, Jane Wilde. 
Pero para poderme casar, necesitaba un trabajo, y para poderlo obtener, necesitaba el doctorado. 
En 1965, leí acerca del teorema de Penrose según el cual cualquier cuerpo que sufriera un colapso gravitatorio debería finalmente formar una singularidad. Pronto comprendí que si se invirtiera la dirección del tiempo en el teorema de Penrose, de forma que el colapso se convirtiera en una expansión, las condiciones del teorema seguirían verificándose, con tal que el universo a gran escala fuera, en la actualidad, aproximadamente como un modelo de Friedmann. El teorema de Penrose había demostrado que cualquier estrella que se colapse debe acabar en una singularidad. El mismo argumento con el tiempo invertido demostró que cualquier universo en expansión, del tipo de Friedmann, debe haber comenzado en una singularidad. Por razones técnicas, el teorema de Penrose requería que el universo fuera infinito espacialmente. Consecuentemente, sólo podía utilizarlo para probar que debería haber una singularidad si el universo se estuviera expandiendo lo suficientemente rápido como para evitar colapsarse de nuevo (ya que sólo estos modelos de Friedmann eran infinitos espacialmente). 
Durante los años siguientes, me dediqué a desarrollar nuevas técnicas matemáticas para eliminar el anterior y otros diferentes requisitos técnicos de los teoremas, que probaban que las singularidades deben existir. El resultado final fue un artículo conjunto entre Penrose y yo, en 1970, que al final probó que debe haber habido una singularidad como la del big bang, con la única condición que la relatividad general sea correcta y que el universo contenga tanta materia como observamos. 
Hubo una fuerte oposición a nuestro trabajo, por parte de los rusos, debido a su creencia marxista en el determinismo científico, y por parte de la gente que creía que la idea en sí de las singularidades era repugnante y estropeaba la belleza de la teoría de Einstein. No obstante, uno no puede discutir en contra de un teorema matemático. Así, al final, nuestro trabajo llegó a ser generalmente aceptado y, hoy en día, casi todo el mundo supone que el universo comenzó con una singularidad como la del big bang. Resulta por eso irónico que, al haber cambiado mis ideas, esté tratando ahora de convencer a los otros físicos que no hubo en realidad singularidad al principio del universo. Como veremos más adelante, ésta puede desaparecer una vez que los efectos cuánticos se tienen en cuenta. 
Hemos visto en este capítulo cómo, en menos de medio siglo, nuestra visión del universo, formada durante milenios, se ha transformado. El descubrimiento de Hubble que el universo se está expandiendo, y el darnos cuenta de la insignificancia de nuestro planeta en la inmensidad del universo, fueron sólo el punto de partida. Conforme la evidencia experimental y teórica se iba acumulando, se clarificaba cada vez más que el universo debe haber tenido un principio en el tiempo, hasta que en 1970 esto fue finalmente probado por Penrose y por mí, sobre la base de la teoría de la relatividad general de Einstein. Esa prueba demostró que la relatividad general es sólo una teoría incompleta: no puede decirnos cómo empezó el universo, porque predice que todas las teorías físicas, incluida ella misma, fallan al principio del universo. No obstante, la relatividad general sólo pretende ser una teoría parcial, de forma que lo que el teorema de la singularidad realmente muestra es que debió haber habido un tiempo, muy al principio del universo, en que éste era tan pequeño que ya no se pueden ignorar los efectos de pequeña escala de la otra gran teoría parcial del siglo XX, la mecánica cuántica. Al principio de los años setenta, nos vimos forzados a girar nuestra búsqueda de un entendimiento del universo, desde nuestra teoría de lo extraordinariamente inmenso, hasta nuestra teoría de lo extraordinariamente diminuto. Esta teoría, la mecánica cuántica, se describirá a continuación, antes de volver a explicar los esfuerzos realizados para combinar las dos teorías parciales en una única teoría cuántica de la gravedad. 





Tomado del libro: HISTORIA DEL TIEMPO de Stephen Hawking

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